Kyrie,
expurgator scelerum et largitor gratitæ; quæsumus propter nostras offensas noli
nos relinquere, O consolator dolentis animæ, eleyson
Hace calor. En Agosto siempre hace calor en Madrid. Ya se sabe “de Virgen
a Virgen”. Un
problema de contaminaciones en el sistema de aire acondicionado del pequeño hospital
en el que María trabaja, han hecho necesario pararlo temporalmente. En unas
horas estará resuelto. Pero de momento el calor es insoportable.
Menos mal que esta noche, en la lencería, le han proporcionado una bata
fresquita. Con cremallera. Fácil de poner y que le permite “despechugarse” un
poco en la intimidad el control, pequeño y agobiante, en el que pasa los ratos que no esta
en las habitaciones de los enfermos. Quizá es un poco corta. Observando el
largo de su bata que, sentada, deja al descubierto buena parte de sus muslos
aún firmes a pesar de su edad y el rojo intenso de las uñas de sus pies,
siempre bien cuidadas, casi exclama en alto:
-¡Madre mía, si me ve así Sor Margarita ¡
Recuerda a aquella jefa de enfermeras
que fue su cruz cuando, siendo mucho más
joven, trabajó una temporada en el hospital de San Rafael. Por entonces ella
solía ir con unas sandalias de madera de la marca Sholl. Estaban de moda. Todas las enfermeras llevaban ese tipo de
calzado que se suponía que era más ergonómico. Entonces no llevaba las uñas de
los pies pintadas.
-¡Hoy
ya no tiene remedio! Pero mañana…¡no te quiero ver con los dedos al aire!. Es muy
feo. Búscate unos zapatos más normales. O unos zuecos como último recurso. Pero
así ¡de ninguna manera!
Había sido la recepción de Sor
Margarita el primer día de trabajo de María. Se encontraron a las 7:50 de la
mañana en el hall del hospital para acompañarla a su destino. Llevaba su uniforme impoluto recién
entregado: una bata azul, un delantal de peto y tirantes cruzados y una pequeña
cofia blanca sujeta con mil horquillas para que no se moviera sobre el pelo
recogido en una especie de moño italiano que se hacia desde su adolescencia.
-¡Que expresión mas agria tuvo siempre esa mujer!
Se recoge el pelo con un lápiz para
dejar su cuello al aire. Sonríe y baja un poco la cremallera de la bata.
-¿Así
le parece bien, Sor?
Le gusta su apariencia. Tiene los
pechos pequeños. Usa sujetadores que a base de rellenos consiguen dar el
aspecto que a ella le parece deseable. No suele llevar grandes escotes. Pero le gusta jugar de vez en cuando con
los botones de su ropa para que sin que se vea nada se insinúe todo.
Se ha encendido el piloto de la
habitación 7 y pulsa rápidamente el interfono.
-Dime
Uriel. ¿Qué necesitas?
Uriel es un hombre de 38 años. Monje en un monasterio cisterciense de la
provincia de Soria, de la Regla de San Benito. Ha llegado allí trasladado,
después del accidente que le produjo un grave traumatismo craneoencefálico.
Una mañana colocaba los libros de la
biblioteca del convento. Una de sus grandes estanterías había cedido por el
peso de los volúmenes allí acumulados y de la carcoma que había debilitado su
estructura. Le había golpeado fuertemente la cabeza produciendo una fractura y
una hemorragia subaracnoidea, además de otras fracturas en una clavícula y alguna costilla. Estuvo mucho
tiempo inconsciente en el suelo. Los 19 monjes restantes estaban reunidos en la
capilla para la oración de Laudes y la Eucaristía. Tardaron demasiado en
trasladarle a un hospital.
A las 7:30 de la mañana nadie le echaba de menos. Uriel
no solía participar de las oraciones de la comunidad. No era la fe lo que le había hecho entrar en el convento. Una necesidad
de retiro, soledad y rutina atrajeron a Uriel al encierro entre sus muros.
Su vida había sido un acúmulo de tragedias desde la infancia y un último duro
golpe le había sumido en una profunda depresión.
Hacía poco que había terminado su
carrera. Se refugió en el estudio de los
libros y en la escritura, para aislarse de aquel mundo que le era tan hostil.
Se volcó en la investigación que llevaba a cabo sobre la farmacopea monástica
de la edad media. Había caído en sus manos una maravillosa copia del "De Medicina Praecepta" de Sereno Samónico y había profundizado en
los textos de Oribasio, Dioscórides y Teofrasto que tanto habían influenciado
la medicina de esa época. La búsqueda del Tratado de Maimónides le llevó hasta
el monasterio soriano.
Allí, entre esos muros que rezumaban humedad y sabiduría a partes
iguales, encontró una paz que nunca habría imaginado. Solicitó al Abad permiso para
quedarse un tiempo, y ya llevaba 12 años. Se había hecho cargo de la biblioteca
a la muerte del hermano Tomás. Trabajaba el huerto como los demás hermanos y se
encargaba de las pequeñas averías que surgían en el convento con una destreza
prodigiosa. Nunca había que avisar a un profesional del pueblo. Nadie le preguntó nunca nada. Y tampoco
nunca se le exigió que participara de las ceremonias comunitarias.
-Buenas
noches María, necesito la botella. ¡Lo
siento!, ya sabes que no puedo solo.
El hospital es pequeño y ahorran
recursos. Por las noches no hay auxiliar de enfermería. Solo está ella para 18
camas. En caso de necesitar ayuda para movilizar a un paciente, tiene que
llamar al control de la planta baja y entonces sube un celador.
María reniega cada vez que se enciende
un piloto. Siempre ha trabajado en grandes hospitales públicos con más recursos
de personal. Pero cuando la luz que
brilla es la del número 7 algo en su interior se remueve y la impulsa a
contestar con celeridad.
Uriel no es un hombre grande, pero el
trabajo en el convento le ha mantenido en buena forma física y a María le parece
que tiene un cuerpo deseable. Le
imagina, porque nunca le ha visto así, vestido con el hábito que llevan los
otros hermanos del convento, que periódicamente vienen a visitarle. Una túnica de lana blanca ceñida por un
cíngulo y un escapulario marrón con
capuchón que cae sobre la espalda. No imagina nada más debajo. Solo su cuerpo
terso.
Durante el mes que ya dura su
estancia en el hospital, le ha tocado asearle y
cambiarle la cama algunas noches en las que Uriel, aun no recuperado
totalmente de su lesión neurológica, se agita y suda en exceso. Muchas de esas veces, y por esa misma
lesión, mantiene durante horas una erección de la que María no puede apartar
los ojos.
-¡Mira el pater, tiene más rabo que el diablo!
-¡Vaya desperdicio, tantos años
sin usarla! ¡Con una polla como esa haría yo cantar la Traviata a muchas
pilinguis de las que se mueven por estos pasillos! ¡Menudos polvos!
Acostumbra a bromear el celador
baboso de su turno de noche. Un casi sesentón gordo y sudoroso que siempre tiene
en la boca una grosería para una mujer.
Pero María ni le contesta. Sueña mientras trabaja. Se imagina entrando
en la habitación en la oscuridad y el silencio de la noche. Uriel esta
tumbado en la cama, con el hábito puesto. Y a través del escapulario nota la
turgencia del miembro. Esperándola.
Despacio se acerca a la cama y lo acaricia mientras Uriel duerme, despertando así su deseo.
Y antes casi de que él se pueda dar
cuenta, se ha quitado los pantalones del pijama. Simplemente tirando del cordón y
dejándolos caer. Y, con la chaquetilla puesta, se ha montado a horcajadas y
esta cabalgando sumida en el placer. Húmeda no, más mojada que nunca. Su
cabalgada es mucho mas excitante aun por el subidón de adrenalina que
proporciona el peligro de que alguien pueda oír sus gemidos o que buscándola,
la puedan encontrar así en la habitación de un paciente. Solo abre los ojos un
par de veces para comprobar que esos otros ojos azules, profundos, enigmáticos,
están clavados en ella rebosando también excitación y deseo.
Los abre una última vez, en el
momento en el que el se corre, para ver la crispación de su cara. Eso
la excita aún más. Acelera la cabalgada forzando que su clítoris roce
repetidamente contra el pubis de Uriel. Y cuando nota los primeros
espasmos, y los pezones se ponen tersos,
duros como cuando amamantaba, rayando la inconsciencia disfruta de la explosión
de sensaciones en su vagina contraída. Es una sensación de pérdida de
conocimiento inminente. Solo entonces se deja caer exhausta, pero cuidadosa,
sobre el pecho dolorido de su amante hasta recobrar la respiración. Nunca le besa en esos momentos. Solo,
cuando ya sale de la habitación, deja en sus labios un leve roce. Eléctrico.
Luego despierta. Casi sin hablar se
despide del celador, que ha seguido diciendo ordinarieces que ella no ha
escuchado, y vuelve taquicárdica a su control de enfermería.
En alguna ocasión ha ido directa al
baño de personal y allí, después de lavarse minuciosamente pero con urgencia
las manos, de pie contra la pared del wáter, ha buscado ávida con sus dedos a
su pequeño amigo latente, mojado y ansioso de caricias. Solo 20 segundos. Su vagina constriñe fuertemente los dos dedos
introducidos con delicadeza y el rubor delata en su cara el placer exquisito
que hace mucho que ha aprendido a proporcionarse.
María tiene 47 años y siente que se
le “pasa el arroz”. Su matrimonio ha terminado mal. Los últimos años han sido
una ciénaga de insatisfacciones. Llegó a aborrecer y rechazar el sexo. Pero un nuevo amor, tortuoso, que nunca ha
llegado a ser amante, le ha hecho darse cuenta de que aún sigue viva.
-Buenas
noches Uriel. ¿Cómo te encuentras hoy?
-Yo creo que estoy mucho mejor María. Gracias.
María sale de cuarto de baño de la
habitación de recoger la botella. Uriel tiene un vendaje que le inmoviliza el
brazo derecho para resolver su fractura de clavícula. En el izquierdo tiene la
vía con un suero de mantenimiento para poder pasar la medicación intravenosa
prescrita. Así, casi como un Cristo crucificado y con la debilidad que aún le
maltrata y le mantiene postrado, es imposible valerse por si mismo a la hora de
realizar sus necesidades. Le cuesta
superar la vergüenza de tener que llamar a las enfermeras para que le ayuden a
orinar, destapándole e introduciendo su pene en la en aquel odioso plástico.
María se acerca a la cama y con una
sonrisa echa las sábanas un poco para abajo. A Uriel le parece que esta
preciosa. Se ha recogido el pelo y deja al descubierto un cuello salpicado por
algunas perlas de sudor. Hoy no lleva pijama. Ha cambiado su indumentaria
habitual por una ligera bata blanca y la cremallera deja adivinar el comienzo
de sus pechos.
Algo no funciona normalmente. Desde que ha recuperado la conciencia, la
presencia de María le causa desasosiego. ¡Hace tantos años que esas sensaciones
habían quedado olvidadas!
Ella coge cuidadosamente el pene de Uriel.
Teme que él note el temblor de sus manos. Lo introduce en el recipiente y le vuelve
a tapar. Por eso no ve como en cuestión de segundos adquiere turgencia.
-Te
dejo tranquilo para que estés a gusto. Cuando termines vuelves a llamarme
¿vale?
-Gracias María. Yo te llamo.
Es imposible. Así no puede. Pero la imagen de María se mantiene constante
en su retina.
¿Cuánto tiempo hace que no siente en sus manos la caricia de la piel de una
mujer? ¿Cuándo fue la última vez que sus dedos navegaron por el rio de sus
humores entre la selva de un bello sedoso? ¿Cuánto que agarró con pasión unos
pechos y pellizco unos pezones hambrientos? ¿Cuánto que no disfruta el calor
indescriptible en su miembro al entrar en una cueva acogedora? ¿Cuánto que no siente la descarga
electrizante de un beso dado con el ansia de hacer suyos unos labios frescos y deseados? ¿Por qué todos esos sentimientos
ahora golpeándole las entrañas?
Desde que ha vuelto del coma trata constantemente de hacer un recuerdo de su
vida. ¡Pero hay tantas lagunas! Recuerda con claridad su vida en el monasterio.
Los libros, el huerto, los canticos de los hermanos a las horas de oración, el
frio del invierno, el olor de los pucheros de la cocina, el color del musgo
fresco, el sonido de la pequeña fuente del claustro….Pero no mucho más. Es
incapaz de ver imágenes de su infancia, de recordar la cara de sus amigos de la
facultad, de evocar las sensaciones y los olores de su casa. Todo esta escondido tras una extraña
neblina en la que se solamente se mezclan sensaciones de dolor, de pena, de
incomprensión, de abandono.
Es muy tarde. Se ha entretenido en el hospital. El día se
termina aunque ella se empeñe en no agotarlo. Sube las escaleras despacio, casi
sin pisar, para no despertarlos. Es sábado y no tienen colegio.
Ya frente al espejo se
quita el vestido. Lo saca despacio por arriba para no desabrochar 13 botones. Busca su cara y encuentra la imagen
que él le devuelve. Cansada y con
grandes surcos que ella siempre justifica:
-“estos son de reír
mucho”.
Ya no ríe tanto...
sonríe de vez en cuando. Esta es ella. A
menudo durante el día olvida su imagen y
solo conserva en las retinas la gravada de hace muchos años. El tiempo ha pasado, pero últimamente no se ha portado mal. Vuelven las curvas escondidas después de algunos años en los que su vientre
albergó tres vidas. Pechos pequeños con el recuerdo de las bocas a las que dio
sosiego. Algo de curva en la cintura otrora perdida y hoy recuperada. Ombligo
redondo en un vientre antes plano, casi hundido, y hoy con algún pequeño
recuerdo de hinchazones desmesuradas. Pero con una piel lisa ajena al paso del
tiempo. Caderas rotundas.
El espejo, no regala más.
Entonces recuerda, e imagina unas manos abrazando los
hombros, paladeando la piel de su
espalda y bajando hasta pararse en la
cintura y apoyarse en la cadera.
Atrayendo a un abrazo nunca conocido, recorriendo la piel sus muslos.
Abre el agua de la ducha. Está fría. La deja correr mientras sigue reconociéndose. Ya
no se mira a la cara, pero de reojo ve el asomo de la sonrisa que genera el
recuerdo evocado. Manos nunca sentidas, más que en manos.
Abrazo intenso soñado y deseado. Piel con piel. El roce suave del bello de sus brazos.
Quiere sentir sus labios en el cuello y levanta el pelo para ofrecer su espalda...y
siente unos dedos que la recorren suave
hasta casi agotarla.
Agua cálida. La ducha
es como el amante. Recorre todos los rincones de su cuerpo pero con la amargura
de saber que en algún momento tiene que terminar.
Señor,
Purificador del pecado y Limosnero de la Gracia, te rogamos no nos abandones a
causa de nuestras ofensas, Consolador del alma dolorida, ten piedad
"Escribimos como somos. Somos como vivimos. Vivimos como sentimos. Escribe lo que sientas y no sientas por lo que escribas"